Abuelita se hamaca en el sillón,
va para acá, viene hacia atrás,
mientras va relatando que pasó
con el abuelo y la guerra que ganó.
Cuando era muy jóven se casó,
poco después nació mamá,
mientras tanto el sillón en su vaivén
que ya parece que escuchara él también.
Va para acá, viene hacia atrás,
nunca está quieto el bendito sillón,
va para atrás, viene hacia acá,
para abuelita es su amigo mejor.
Abuelita se hamaca en el sillón,
va para acá, viene hacia atrás,
mientras va relatando que pasó
con el abuelo y la guerra que ganó.
Cuántas veces dormida se queda,
va para acá, viene hacia atrás,
abuelita, prestame tu sillón
que yo también quiero hamacarme como vos.
Va para acá, viene hacia atrás,
nunca está quieto el bendito sillón,
va para atrás, viene hacia acá,
para abuelita es su amigo mejor.
Va para acá, viene hacia atrás,
nunca está quieto el bendito sillón,
va para atrás, viene hacia acá,
para abuelita es su amigo mejor.
(Canción "Bendito sillón"
interpretado por Carlitos Balá)
va para acá, viene hacia atrás,
mientras va relatando que pasó
con el abuelo y la guerra que ganó.
Cuando era muy jóven se casó,
poco después nació mamá,
mientras tanto el sillón en su vaivén
que ya parece que escuchara él también.
Va para acá, viene hacia atrás,
nunca está quieto el bendito sillón,
va para atrás, viene hacia acá,
para abuelita es su amigo mejor.
Abuelita se hamaca en el sillón,
va para acá, viene hacia atrás,
mientras va relatando que pasó
con el abuelo y la guerra que ganó.
Cuántas veces dormida se queda,
va para acá, viene hacia atrás,
abuelita, prestame tu sillón
que yo también quiero hamacarme como vos.
Va para acá, viene hacia atrás,
nunca está quieto el bendito sillón,
va para atrás, viene hacia acá,
para abuelita es su amigo mejor.
Va para acá, viene hacia atrás,
nunca está quieto el bendito sillón,
va para atrás, viene hacia acá,
para abuelita es su amigo mejor.
(Canción "Bendito sillón"
interpretado por Carlitos Balá)
Hola, amigos! Bienvenido nuevamente al Barrio de Recuerdos.
Saben qué? Estoy recibiendo mucho "afeto" de todos lados.
Les cuento que hace pocos días estuve con Carlitos Balá y como siempre, es agradable estar un ratito con él.
Carlitos es un "relós" porque el día del cumpleaños de mi padrino artístico Jorge Marchesini lo llamó como hace cada año y estuvo conversando con su amigo...media hora!
Lástima que no lo pueda compartir!
Y se siguen sumando nuevas historias que en días las compartiré con Uds y vayan contando los días hasta el 3 de Febrero porque ese día este Barrio cumple su primer año de vida con un posteo espectacular!
Che, Jorge Torre! A vos justo se te ocurre crear este blog el día que en esta ciudad tenemos una calle con ese nombre?
Jajajaja! Como para olvidarlo, no?
Bueno, aquí iniciamos la 3ra y última parte del Patio de Cuentos Sabios (si consigo más cuentos les aseguro que este patio volverá) y esta vez se lo dedicaremos a ese ser que nos ha marcado un poco el sendero de la vida: nuestra abuela.
Este emotivo cuento lleva por título "Arrugas", de la autoría de Alberto Yañez y espero que sea de vuestro agrado.
Nos encontramos al final del cuento.
La del sillón de rejillas
meciendo toda la casa,
la de las empanadillas,
la de la taza sin asa.
Usa trenzas y sombrilla,
siempre a su lado el tejido,
hace flanes y natillas,
cuida a los perros perdidos.
Esa es la abuela de Maquinita Monteagudo.
Ella no recuerda con certeza el día en que la conoció.
Pudo ser aquella vez junto a la cuna o la tarde en que tomaban las fotos y ella la vió en medio de mucha gente diciéndole: "mira el pajarito, mira el pajarito" para que se sonriera, o quizás fue cuando Maquinita Monteagudo tuvo mucho dolor en su cabeza y la abuela le trajo un plato de sopa de pechuga de paloma y una sonrisa más tierna que la de todos los días.
Esa es la abuela de Maquinita Monteagudo.
Ella no recuerda cuando la vió la primera vez, pero le parece que ha sido siempre la misma, con aquellos largos cabellos, unos tan negros como los chapapotes de la calle, otros tan grises como las tardes de septiembre, y la mayoría blancos igual que la vajilla de porcelana que con tanto cuidado ella sacudía en los estantes de la vitrina del comedor.
Sin embargo, aunque Maquinita venía viendo a su abuela. día tras día, trajinar por entre las cacerolas que parecían cáscaras de frutas plateadas, o a través de las tenderas que hacían pensar en gaviotas ensartadas por un hilo de sol, o junto a los carreteles de colores, pequeños soldados de carnaval, se dió cuenta en una ocasión que su piel no era como la de ella.
Poco a poco, la piel de su abuela se había ido surcando de rayas, líneas y puntos de la misma manera que una hoja cualquiera de la libreta de Matemáticas.
Igual que los caminos anegados de historias, el cuerpo de la abuela de Maquinita Monteagudo estaba cundido de senderos donde podían hallarse, en caso de buscarlos, frutas, gallos, zanahorias, gorriones y cocimientos de manzanilla.
"-Abuela- le dijo Maquinita aquél día cuando no pudo con tantas preguntas dentro- de qué te estás disfrazando?"
La abuela se sonrió y con su voz de cauce de riachuelo le contestó:
"-Me disfrazo de ciruela pasa, mi nieta."
Y volvía a alejarse por los mosaicos del pasillo a confundirse con los murmullos de las arecas del patio, con los silbidos de cafeteras y ollas, con los susurros de las fibras de su sillón de mimbre, el preferido.
Maquinita Monteagudo, que no se daba por vencida con facilidad, le corrió detrás.
"-Abuela, abuela... de que te estás disfrazando?"
Y la anciana volvió a sonreírse respondiéndole con su voz de espigas mojadas:
"-De lechuga, mi nieta, para el baile de los conejos."
Y la niña le examinaba aquel vestido de rayas que le cubría frente, cuello, manos, rodillas inudándola de rutas y veredas tal y como un mapa de marinos de luna.
Sentada allí, en su sillón de mimbre y entretejida con él las arrugas y espirales de la abuela formaban un bordado fragante, un maravilloso vergel.
Y así pasaron los días.
Maquinita Monteagudo, cada vez más intrigada al ver a su abuela llenarse de pliegues, imaginaba cuántos grillos y libélulas irían a hacer su cuna en ellos, y mientras canturreaba por los rincones, seguía esperando que amaneciera, guardaba los aguaceros, besaba las clavellinas y continuaba llenando con amaneceres, aguaceros y clavellinas todas las trenzas y los búcaros de la casa.
"-Abuela- le preguntó una mañana la nieta desde el quicio que le abría el patio, por entre los refranes, los cacharritos donde comían los perros y gatos y las burbujas que echaban a volar desde la batea- dime, anda...de qué te estás disfrazando?"
"-De atarraya, mi nieta, para cazar los peces en su fuga."
Maquinita Monteagudo imaginó entonces a su abuela larga, infinita por sobre olas y ostras, corales y estrellas de mar, refulgiendo como una telaraña añil cundida de peces dorados que brincaban hilvanados en sus cuerdas de jamo marino.
Pero la niña sabía que su abuela apenas salía de la casa y casi podía asegurar que nunca lo había hecho del pueblo.
Su vida transcurrió dentro de aquella jaula de montañas y seguramente al mar sólo lo había visto por televisión, en las fotos de los periódicos o en la película que hacía años fue a ver al cinecito del pueblo aquel domingo de fiestas y cintas. Por eso, Maquinita Monteagudo le objetó a la anciana:
"-No, abuela, tú no te puedes disfrazar de atarraya porque donde no hay mares ni peces que cazar, no pueden haber tampoco atarrayas."
"-Pues entonces seré una atarraya para atrapar a las estrellas de cielo cuando se desboquen por las parderas del firmamento huyendo a los cortocircuitos que de vez en cuando les ocurren al bombillo-sol y a la luna-luz fría y que les llaman 'rayos' y 'truenos'."
"-Y quién te lanzará al espacio, abuela, si los marinos son los únicos que saben echar las redes del agua?"
"-Hablaré con los cosmonautas."
La niña se quedó callada.
La abuela sonrió y muchos pliegues se juntaron alrededor de su boca imitando a las cortinas de teatro, y aunque no muy convencida, Maquinita creyó percibir brillos de estrellas escondiéndose entre ellos, pero al pasar los días y comprobar que los rayos de las tormentas o sino los del sol continuaban ahuyentando a las estrellas por el cielo, comprendió que su abuela no había llegado a volverse atarraya y fue al cuarto a preguntarle.
La anciana, a esa hora, estaba sobre la cama repasando los álbumes de fotos y recuerdos perfumados, frente al escaparate de espejos pecosos y a la luz del quinque de florecillas. Y la chiqulla miró las manos de la abuela como se confundían entonces con las cenefas adornadas de las sábanas, las suaves orlas bordadas, los calados festones de las almohadas, hasta que, sin darse cuenta, se durmió sobre los álbumes.
Cuando despertó la abuela no estaba allí.
El álbum permanecía abierto y el perfume danzaba por todo el dormitorio. Fue él mismo quien le habló con su idioma de fragancias y corolas.
"-Ven a conocer a los viejitos y así te enteras de todo eso que te intriga."
Maquinita siguió el olor hacia la calle, no veía a nadie, tan sólo sentía que algo cálido la llevaba sin apenas notarlo.
En la casa de los ancianos había muchos sillones, macetas con plantas cantoras, corredores llenos de ventanas donde dormía su siesta el verano.
Abuelos y abuelas, como en el recreo de la escuela, paseaban y se miraban, conversaban, reían.
Allí Maquinita Monteagudo encontró a la abuela de Caperucita Roja con su ropón, la cofia de vuelitos y unas pantuflas con pompones.
La anciana la saludó con su voz fañosa (igual que la de todas las viejitas viejitas) que es una voz donde las palabras llevan encima un gigante sombrero de eñe: "-Aquí estoy de lo más bien: tengo mucha gente con quien conversar, nadie me viene a comer y además los pasteles me lo dan calentitos, no como Caperucita que con tanto paseo por el bosque me los traía ya patitiesos."
Maquinita Monteagudo se sorprendió al verla vestida con el mismo traje de frunces que su abuela y no la niña con tantas preguntas dentro:
"-Abuela de Caperucita, de qué te haz disfrazado?"
"-De tiempo, mi niña, de tiempo."
Maquinita puso las cejas igual que dos montañitas y la abuela de Caperucita continuó, fañosa como siempre:
"-En cada una de estas arrugas guardo días, semanas, meses, años. En los surcos de las manos está todo el trabajo, en mi frente llevo las preocupaciones, en las mejillas van las alegrías y debajo de éstas del pecho viven mis hijos y nietos, además de Caperucita todos los demás: el Corsario Rojo, el vikingo Erik el Rojo, el pirata Barba Roja..."
Maquinita alzó la vista y miró al corredor, al patio, a los sillones: aquel lugar era una fabulosa fiesta de disfraces, pero aquellos abuelos no eran ciruelas pasa, ni lechugas, ni atarrayas, ni encajes; eran el trabajo y el amor convertidos en tiempo.
Y la niña saltó a la calle y echó a correr.
Traía flotando al perfume detrás que, por ser un perfume, ni se cansaba ni se sudaba por más que corriera.
Al llegar a la casa, Maquinita buscó a su abuela por todas partes para contarle que ya sabía la verdad, pero no la encontró.
El álbum seguía abierto sobre la cama, sin embargo, ahora tenía una foto nueva que la niña nunca había visto.
En ella estaba la abuela con su vestido de senderos, tal y como la vió antes de dormirse.
La miraba desde la foto y sonreía.
Quién le habrá dicho a la abuela en ese momento "mira el pajarito, mira el pajarito"?
Eso Maquinita Monteagudo jamás lo podrá saber.
Y como decía mi amigo Donald:
"Volveremos otra vez a encontrarnos,
como siempre, como siempre..."
Ella no recuerda con certeza el día en que la conoció.
Pudo ser aquella vez junto a la cuna o la tarde en que tomaban las fotos y ella la vió en medio de mucha gente diciéndole: "mira el pajarito, mira el pajarito" para que se sonriera, o quizás fue cuando Maquinita Monteagudo tuvo mucho dolor en su cabeza y la abuela le trajo un plato de sopa de pechuga de paloma y una sonrisa más tierna que la de todos los días.
Esa es la abuela de Maquinita Monteagudo.
Ella no recuerda cuando la vió la primera vez, pero le parece que ha sido siempre la misma, con aquellos largos cabellos, unos tan negros como los chapapotes de la calle, otros tan grises como las tardes de septiembre, y la mayoría blancos igual que la vajilla de porcelana que con tanto cuidado ella sacudía en los estantes de la vitrina del comedor.
Sin embargo, aunque Maquinita venía viendo a su abuela. día tras día, trajinar por entre las cacerolas que parecían cáscaras de frutas plateadas, o a través de las tenderas que hacían pensar en gaviotas ensartadas por un hilo de sol, o junto a los carreteles de colores, pequeños soldados de carnaval, se dió cuenta en una ocasión que su piel no era como la de ella.
Poco a poco, la piel de su abuela se había ido surcando de rayas, líneas y puntos de la misma manera que una hoja cualquiera de la libreta de Matemáticas.
Igual que los caminos anegados de historias, el cuerpo de la abuela de Maquinita Monteagudo estaba cundido de senderos donde podían hallarse, en caso de buscarlos, frutas, gallos, zanahorias, gorriones y cocimientos de manzanilla.
"-Abuela- le dijo Maquinita aquél día cuando no pudo con tantas preguntas dentro- de qué te estás disfrazando?"
La abuela se sonrió y con su voz de cauce de riachuelo le contestó:
"-Me disfrazo de ciruela pasa, mi nieta."
Y volvía a alejarse por los mosaicos del pasillo a confundirse con los murmullos de las arecas del patio, con los silbidos de cafeteras y ollas, con los susurros de las fibras de su sillón de mimbre, el preferido.
Maquinita Monteagudo, que no se daba por vencida con facilidad, le corrió detrás.
"-Abuela, abuela... de que te estás disfrazando?"
Y la anciana volvió a sonreírse respondiéndole con su voz de espigas mojadas:
"-De lechuga, mi nieta, para el baile de los conejos."
Y la niña le examinaba aquel vestido de rayas que le cubría frente, cuello, manos, rodillas inudándola de rutas y veredas tal y como un mapa de marinos de luna.
Sentada allí, en su sillón de mimbre y entretejida con él las arrugas y espirales de la abuela formaban un bordado fragante, un maravilloso vergel.
Y así pasaron los días.
Maquinita Monteagudo, cada vez más intrigada al ver a su abuela llenarse de pliegues, imaginaba cuántos grillos y libélulas irían a hacer su cuna en ellos, y mientras canturreaba por los rincones, seguía esperando que amaneciera, guardaba los aguaceros, besaba las clavellinas y continuaba llenando con amaneceres, aguaceros y clavellinas todas las trenzas y los búcaros de la casa.
"-Abuela- le preguntó una mañana la nieta desde el quicio que le abría el patio, por entre los refranes, los cacharritos donde comían los perros y gatos y las burbujas que echaban a volar desde la batea- dime, anda...de qué te estás disfrazando?"
"-De atarraya, mi nieta, para cazar los peces en su fuga."
Maquinita Monteagudo imaginó entonces a su abuela larga, infinita por sobre olas y ostras, corales y estrellas de mar, refulgiendo como una telaraña añil cundida de peces dorados que brincaban hilvanados en sus cuerdas de jamo marino.
Pero la niña sabía que su abuela apenas salía de la casa y casi podía asegurar que nunca lo había hecho del pueblo.
Su vida transcurrió dentro de aquella jaula de montañas y seguramente al mar sólo lo había visto por televisión, en las fotos de los periódicos o en la película que hacía años fue a ver al cinecito del pueblo aquel domingo de fiestas y cintas. Por eso, Maquinita Monteagudo le objetó a la anciana:
"-No, abuela, tú no te puedes disfrazar de atarraya porque donde no hay mares ni peces que cazar, no pueden haber tampoco atarrayas."
"-Pues entonces seré una atarraya para atrapar a las estrellas de cielo cuando se desboquen por las parderas del firmamento huyendo a los cortocircuitos que de vez en cuando les ocurren al bombillo-sol y a la luna-luz fría y que les llaman 'rayos' y 'truenos'."
"-Y quién te lanzará al espacio, abuela, si los marinos son los únicos que saben echar las redes del agua?"
"-Hablaré con los cosmonautas."
La niña se quedó callada.
La abuela sonrió y muchos pliegues se juntaron alrededor de su boca imitando a las cortinas de teatro, y aunque no muy convencida, Maquinita creyó percibir brillos de estrellas escondiéndose entre ellos, pero al pasar los días y comprobar que los rayos de las tormentas o sino los del sol continuaban ahuyentando a las estrellas por el cielo, comprendió que su abuela no había llegado a volverse atarraya y fue al cuarto a preguntarle.
La anciana, a esa hora, estaba sobre la cama repasando los álbumes de fotos y recuerdos perfumados, frente al escaparate de espejos pecosos y a la luz del quinque de florecillas. Y la chiqulla miró las manos de la abuela como se confundían entonces con las cenefas adornadas de las sábanas, las suaves orlas bordadas, los calados festones de las almohadas, hasta que, sin darse cuenta, se durmió sobre los álbumes.
Cuando despertó la abuela no estaba allí.
El álbum permanecía abierto y el perfume danzaba por todo el dormitorio. Fue él mismo quien le habló con su idioma de fragancias y corolas.
"-Ven a conocer a los viejitos y así te enteras de todo eso que te intriga."
Maquinita siguió el olor hacia la calle, no veía a nadie, tan sólo sentía que algo cálido la llevaba sin apenas notarlo.
En la casa de los ancianos había muchos sillones, macetas con plantas cantoras, corredores llenos de ventanas donde dormía su siesta el verano.
Abuelos y abuelas, como en el recreo de la escuela, paseaban y se miraban, conversaban, reían.
Allí Maquinita Monteagudo encontró a la abuela de Caperucita Roja con su ropón, la cofia de vuelitos y unas pantuflas con pompones.
La anciana la saludó con su voz fañosa (igual que la de todas las viejitas viejitas) que es una voz donde las palabras llevan encima un gigante sombrero de eñe: "-Aquí estoy de lo más bien: tengo mucha gente con quien conversar, nadie me viene a comer y además los pasteles me lo dan calentitos, no como Caperucita que con tanto paseo por el bosque me los traía ya patitiesos."
Maquinita Monteagudo se sorprendió al verla vestida con el mismo traje de frunces que su abuela y no la niña con tantas preguntas dentro:
"-Abuela de Caperucita, de qué te haz disfrazado?"
"-De tiempo, mi niña, de tiempo."
Maquinita puso las cejas igual que dos montañitas y la abuela de Caperucita continuó, fañosa como siempre:
"-En cada una de estas arrugas guardo días, semanas, meses, años. En los surcos de las manos está todo el trabajo, en mi frente llevo las preocupaciones, en las mejillas van las alegrías y debajo de éstas del pecho viven mis hijos y nietos, además de Caperucita todos los demás: el Corsario Rojo, el vikingo Erik el Rojo, el pirata Barba Roja..."
Maquinita alzó la vista y miró al corredor, al patio, a los sillones: aquel lugar era una fabulosa fiesta de disfraces, pero aquellos abuelos no eran ciruelas pasa, ni lechugas, ni atarrayas, ni encajes; eran el trabajo y el amor convertidos en tiempo.
Y la niña saltó a la calle y echó a correr.
Traía flotando al perfume detrás que, por ser un perfume, ni se cansaba ni se sudaba por más que corriera.
Al llegar a la casa, Maquinita buscó a su abuela por todas partes para contarle que ya sabía la verdad, pero no la encontró.
El álbum seguía abierto sobre la cama, sin embargo, ahora tenía una foto nueva que la niña nunca había visto.
En ella estaba la abuela con su vestido de senderos, tal y como la vió antes de dormirse.
La miraba desde la foto y sonreía.
Quién le habrá dicho a la abuela en ese momento "mira el pajarito, mira el pajarito"?
Eso Maquinita Monteagudo jamás lo podrá saber.
Bellísimo cuento, no?
Como recuerdo de este posteo, dejo este lindo tema del dúo español "Sombra y Luz" de la década del '80.
Como recuerdo de este posteo, dejo este lindo tema del dúo español "Sombra y Luz" de la década del '80.
Y como decía mi amigo Donald:
"Volveremos otra vez a encontrarnos,
como siempre, como siempre..."